lunes, 10 de agosto de 2015

Siempre nos quedará París

París no es como me la imaginaba, y es difícil no imaginarse cosas de París: la torre Eiffel, los cafés y croissants, las callecitas empedradas, los gatos en los techos, artistas callejeros, franceses andando en motitos con baguettes bajo el brazo, romanticismo por todas partes, escritores en los bares, música saliendo de las ventanas, la bohemia, la noche… La capital francesa debe ser una de las ciudades más representadas por el cine, la fotografía, la literatura, la poesía y la música, y por ende, una de las más metidas en la cabeza de cualquiera que esté en contacto con estas expresiones artísticas. Pero ningún lugar es tal como lo pintan, al menos no para mí.
Viajé a París directo de Colonia, Alemania en el tren de alta velocidad en casi menos de seis horas de una modernidad y puntualidad un poco apabullante para una chica que no está acostumbrada a que todo funcione tan bien.
Dos horas y media antes de llegar, dijeron por el altoparlante: “Señores pasajeros, el tren se dirige a París sin escalas”, y fue difícil no sonreír: Volvería por segunda vez a la ciudad luz. Mientras tanto, mi compañero de asiento (francés) le dibujaba un bigote a la modelo de una revista. ¿Por qué tenemos ese afán de poner bigotes en todas partes? El tren llegó híper puntual a la estación Gare du Nord y recién cuando estuve ahí, me di cuenta de que me esperaba un panorama muy distinto al que me había imaginado y con el que me había encontrado la primera vez que caí en esa ciudad algunos años atrás.
Cuando por fin recuperé algunas horas de descanso salí a caminar y ahí empezaron a pasar cosas.Tantas, que no sé ni cómo ordenarlas. Así que estas son las primerísimas primeras impresiones de mis pocos días en una ciudad que me parece será imposible conocer del todo en una sola vida.
París no es como me la imaginaba: es más grande. (Quienes viven acá hace tiempo dicen que es chica, pero para mí todo es relativo y cada cual ve las cosas según sus expectativas y parámetros). Caminar de un punto a otro del mapa no es tan rápido (ni tan fácil) como en, por ejemplo, Barcelona (ya sé, no soy parcial, amo Barcelona por siempre). Me la paso caminando y me la paso perdida hasta en Buenos Aires pero creo que de eso se trata de perderse y dejarse encontrar, pero en Paris las calles no son rectas sino más bien laberínticas y nunca tengo idea para qué lado está el río. 
París es muy callejera, hay gente por todas partes, o por lo menos a mí me tocó verla así, porque apenas llegué salió el sol y la gente tomó las plazas para hacer picnics y todos los espacios públicos para sentarse a leer, fumar o charlar. A eso hay que sumarle los turistas, que siempre están en stock o esperando en el banco de suplentes para salir y reemplazar a los que se van (suelen agruparse en zonas específicas como la base de la Torre Eiffel, el Louvre, el barrio latino y ciertos puentes del Sena). Todavía era invierno y el cielo parisino, el que yo conocía hasta ahora, era bien celeste.
París tiene una paleta de colores bastante homogénea, la ciudad es marrón, las construcciones son marrones, el río es marrón, la torre Eiffel es marrón, los puentes son marrones, los árboles siguen marrones. Vista desde arriba, es más bien azul (por sus techos). Lo que no quiere decir que no haya color: lo hay, pero se lo da la ropa de los que la transitan, la decoración de los cafés, las flores, los graffitis, las lucecitas colgadas, la gente en sí.
En París pasa de todo a todo momento, hay una sobredosis de información, de estímulos, de cosas para ver, hacer, probar, visitar, comer, conocer. Tengo una lista interminable de lugares. Pero creo que, hasta ahora, lo que más me gusta de París son todas las cosas que uno puede encontrarse por la calle si se dedica a caminar sin demasiado rumbo (los franceses le dicen flâner: pasear para disfrutar de la ciudad, para vivirla).
Una mañana se me ocurrió ir a pasear al cementerio de Père Lachaise (el cual acá también es un atractivo turístico)  para visitar las tumbas de Jim Morrison, Edith Piaf y Oscar Wilde, entre otros. Caminé tranquila, siguiendo un mapa, con el cual me recibieron el día que llegue donde me iba a hospedar, disfrutando del día . Estar frente a las tumbas de famosos no me generó demasiado: esas personas no están ahí sino en sus creaciones, en su arte, en su música, en sus libros. Después de pasar más de una hora dando vueltas, salir al mundo y ver todo tan vivo fue un poco abrumador. Seguí caminando, no tengo idea por dónde, y me encontré con esta declaración: l’amour est mort (“el amor está muerto”). ¿Te parece? Yo creo que está tan vivo como siempre. Con esa frase resonando en la cabeza seguí caminando y llegué a Les Halles. Me paré frente a la vidriera de una pâtisserie y me puse a mirar los animalitos de chocolate. Desde el otro lado de la vidriera, el chico que atendía me hizo señas de que entrara al local: “Welcome to Paris madame, where are you from?”. Le pregunté de qué sabor eran los macarons y le pedí uno de chocolate y otro de frambuesa. Me dijo: “Ok, one chocolat, one framboise, one pistacchio, one rose”, y puso cuatro en la bolsita. Le dije, por las dudas: “Just two…” (solo dos), y me respondió: “Yes, two from you, two from me” (“Dos de tu parte, dos de mi parte”). Mientras me cobraba me preguntó cómo me llamaba y yo me reí pensando esto es demasiado, seguro que se lo hace a todas y salí sonriendo. Tal vez por algo París tiene tantos clichés de amor a su alrededor.
 Si caminás por París sin rumbo podés encontrarte librerías, tienditas de cosas lindas, panaderías, artistas callejeros y un montón de cafés con las mesas orientadas hacia el mismo lado: vas a ver que los parisinos se sientan mirando hacia la calle y no mirándose entre ellos. Es que (y me lo dijo una parisina) mirar a la gente es uno de los pasatiempos favoritos de la ciudad. También si seguís caminando vas a encontrarte, quieras o no, con la Torre Eiffel y puede que te pase como a mí y pienses: ah, ahí está la Torre, ya la vi tantas veces… ¿será la real? Tal vez si no fuese tan parte de la cultura popular mundial, mi reacción al verla hubiese sido oh por dios qué es esa belleza, pero ya la tengo tan sabida de memoria que por un momento creí que estaba viendo una postal que alguien me había traído desde Francia. Tal vez no entienda nada de nada, puede ser. Pero para concluir con mi visita por la ciudad sede de la Belle Epoque lo que puedo decir es que si caminás por París llega un momento en el que te das cuenta de que por más que la camines y la camines siempre va a haber algo más para ver. Cada cinco o diez minutos, además, te encontrás con una escalera que te invita a bajar: es la entrada a una de las 303 estaciones del metro. Y cuando empezás a pensar que ya era suficiente con la París de arriba vas a ver que hay otra París que se despliega bajo tierra, y en ese mundo subterráneo también pasa de todo.


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