lunes, 10 de agosto de 2015

Como en casa, Madrid

España me retiene. ¿Qué escribir cuando uno está de viaje pero se siente como en casa? Tal vez de eso: la sensación de casa que encuentro en distintas partes del mundo, la certeza de que los viajeros no tenemos una casa sino varias. Muchas veces me preguntan si no extraño mi casa, mi baño, mi cama. Siempre digo que no. Lo que extraño de mi lugar es a mi gente, mis amigos, mi familia, mis caminatas, Belgrano, la primavera, los diálogos que se escuchan en la calle. No mi baño, ni mi cama, ni mis sábanas, ni nada de eso. Cuando uno vive viajando pasa que muchos lugares se convierten en eso que llamamos “casa”, y la casa que dejamos atrás, en mi caso Buenos Aires, pasa a ser una casa más y no la única. Y al final es peor porque no se extraña una sola casa sino unas diez o veinte y uno queda como con un extrañar dividido.
España es uno de esos lugares donde me siento (demasiado) en casa. Desde la primera vez que pise Madrid sentí que estaba llegando a un país que no conocía pero que ya me era muy familiar y cercano. Es verdad que los argentinos y los españoles estamos muy ligados por la historia y que nuestra cultura es similar en muchas cosas, pero esas no son las únicas razones: lo que me hace sentirme como en casa es la gente, el parecido como de realidad paralela entre Buenos Aires y Madrid, el acento argentino que se escucha bastante, el acento español que tanto me gusta, esas calles tan aptas para caminar, los personajes bizarros que siempre se renuevan (esta última vez me encontré con un Spiderman panzón en la Plaza Mayor y un Bart Simpson en el Bernabéu), esas letras de Sabina que cada vez entiendo mejor.
Madrid es lluviosa y fría cuando quiere, por momentos con mucho viento. Si bien fui abrigada y, me gusta el frío (corrección: cada vez me gusta un poquito más el frío, siempre y cuando se mantenga sobre cero grados). Cuando me bajé del avión y sentí el aire fresco me dije: pero esto no es tan terrible, pensé que el choque iba a ser peor. En el vuelo desde Lima no dormí nada: uno porque despegamos de día y no tenía sueño y dos porque cada vez que cerraba los ojos y el avión hacía un mínimo temblor me agarraba pánico y me decía secae-secae-secae-secae aunque reconozco que me encanta volar. Lo bueno fue que en la lotería de los asientos me tocó estar al lado de una nena peruana de unos 13 años que me charló casi todo el viaje y me ayudó a distraerme. Hablamos de la vida (¿de qué más, sino?), de su vida en Buenos Aires con sus padres, de sus hermanos y amigos, de nuestros hogares originales y adquiridos. Nos emocionamos y nos reímos, y en Barajas nos despedimos con un abrazo. Con un preludio así, era claro que estaba llegando a donde tenía que estar. 
Durante esos siete días me la pasé de encuentro en encuentro con cada sitio al que iba, conociendo y llevandome a cada persona a la que me cruzaba en algún lugar de lo que me significaba estar ahí con mis ganas de caminar y experimentar. Gracias Madrid por ser tan caminable, ojalá todas las ciudades europeas sean así. Viajar para mí es estar (o ser) en las calles de cada lugar. Cuando camino pienso tantas cosas que un día de estos voy a prender un grabador y hablar sola durante todo el recorrido para no perder el hilo de mi conversación. Si pudiera dibujarme creo que me haría caminando y dejando atrás un sendero de palabras sueltas.
Muchos piensan que viajar de acá para allá es llevar una vida perfecta, y desde ya les digo que no: no es una vida perfecta. Es un estilo de vida extraordinario y muy enriquecedor, eso seguro, y que a muchos (no a todos) puede hacer muy feliz, pero está lejos de ser perfecto. Cuando uno viaja puede despojarse de todo menos de algo: uno mismo. Nuestros problemas, emociones, tristezas, miedos, inseguridades, todo se va de viaje con nosotros. Estando de viaje también se genera una rutina y hay días de todo tipo: alegres, de mal humor, de pereza, llenos de energía, vacíos, completos, aburridos, sorprendentes. Cada día es distinto, pero uno (o por lo menos yo) no puede estar cien por ciento feliz todo el tiempo. Y sé por experiencia que no es fácil pasar por una etapa de tristeza estando lejos de casa (de la casa que sea). Por eso me hace tan bien saber que mi casa (me gusta mucho la palabra en inglés: home) es algo que existe en muchos lugares del mundo y no sólo en la ciudad donde nací o en la que hoy vivo. Hay una canción muy linda que dice “Home is wherever I’m with you” (mi hogar es cualquier lugar donde esté con vos) que también podría decir algo así como “Home is wherever I feel good” (mi hogar es donde me siento bien). 
Cuando uno llega a casa se da cuenta enseguida. Puede pasar en cualquier lugar del mundo y se siente de manera instantánea: es pisar la ciudad, percibir como un calorcito (interior, supongo), sonreír y ver cómo muchas cosas adentro nuestro se alinean, es como dar un suspiro de “ahhh llegué” y sentirse bien. Y, en mi caso, es llegar sabiendo que en algún momento me iré en busca de lugares nuevos (porque es imposible querer dejar de viajar) y que siempre tendré un hogar más al cual volver. Gracias Madrid, si pudiera darte un abrazo y meter ahí adentro tus calles, barrios y personas, lo haría. Pero ahora sí, déjame ir, que quiero seguir camino.

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