jueves, 13 de agosto de 2015

Saudade de Lisboa

Siempre quise conocer Lisboa. No sé por qué, era uno de esos lugares que me atraía sin una razón específica, tal vez por algo tan simple como la musicalidad de su nombre (“Lishboa”, me encanta cómo suena) o simplemente por el mero hecho de existir yo sentía que ella estaba ahí, esperándome. En el caso de Lisboa, sentía (o presentía) que era una ciudad que generaba saudade incluso antes de conocerla. Saudade es ese sentimiento de extrañamiento, de melancolía, que ocurre cuando uno se separa de algo/alguien amado y siente la necesidad de volver a verlo. El escritor portugués Manuel de Melo decía que es “un bien que se padece y un mal que se disfruta”. Como una tristeza feliz. Y yo sentía que Lisboa iba a ser algo así, como lasaudade hecha ciudad.
Llegamos a Lisboa luego de haber estado unos días en las playas de Portimao en Albufeira, entonces se nos ocurrió que para poder disfrutar de las vistas a lo largo de nuestra travesía hasta el destino siguiente lo mejor era alquilar un auto y así fue, viajamos a lo largo de las rutas del país portugués divisando unas espléndidas vistas que viajando por otro medio nunca hubiera disfrutado.
Yo iba con una lista escrita en mi libreta (una costumbre que llevo desde que viajar se me hizo un estilo de vida es anotar todo, yo lo llamo mi diario de ruta), una lista que había ido construyendo los días previos. “Lisboa: Cosas para hacer. Caminar por Mouraria y Alfama, los antiguos barrios árabes. Comer pastel de nata en Belém. Subir a Barrio Alto. Ir al mirador en Príncipe Real. Visitar el castillo. Buscar las estatuas del Marquez de Pombal. Mirar a los artistas callejeros en Baixa. Caminar la Avenida Liberdade de punta a punta. Sentir la multiculturalidad en Martin Moniz, el barrio de inmigrantes. Visitar la estación de tren de Rossio. Ir a la casa museo de Pessoa. Comprar el libro Viaje a Portugal de Saramago”. También iba con ciertas imágenes en mi cabeza, con retazos de una Lisboa que había visto solamente en postales y había oído simplemente en historias. Quería encontrarme gatos en las ventanas, mujeres mirando la vida pasar desde su balcón, músicos callejeros, callecitas empedradas en subida, tranvías amarillos, paredes despintadas, mosaicos y restos del pasado árabe.
Cuando uno viaja por tierra, la relación con las ciudades capitales es otra. Generalmente los vuelos internacionales aterrizan en la capital del país de destino, entonces no queda otra que empezar el viaje por la gran ciudad. Cuando uno va por tierra, en cambio, no tiene por qué empezar a conocer el país por su capital, sino que la ruta se arma de otra manera, los recorridos no son impuestos sino intuitivos. Y cuando es así, hay que esperar a que la capital nos llame, es ella la que nos tiene que decir “llegó la hora de venir”. Hay viajeros a los que no les gustan las capitales: a mí me encantan. Siento que condensan como ningún otro lugar la idiosincracia del país, con todo lo bueno y todo lo malo que lo caracteriza. Son como la exacerbación del modo de ser de una nación. Me encantan los pueblos también, pero creo que hay que conocer ambas caras (grandes ciudades y pueblos) para poder comenzar a entender a un país. Llegar a una ciudad nueva me genera esa sensación (excitante y desesperante a la vez) de que los días no me van a alcanzar para ver todo lo que quiero. Lo bueno de eso es que siempre quedan excusas para volver a visitarlas. Cuando llegue ese domingo por la tarde a Lisboa pensé, esta ciudad es el escenario perfecto para una película de Woody Allen. ¿Cómo es posible que todavía no haya filmado nada acá?.
Al día siguiente salimos a caminar, a perdernos por sus callecitas en diagonal. Cabe destacar que lo mágico de Lisboa son sus calles en las cuales parecen hechas para jugar a las escondidas, de una calle salen otras tres y así todo el tiempo. Y pasó eso que pasa de vez en cuando, cuando los planetas se alinean, todo parecía estar mágicamente vacío, como si la ciudad estuviese existiendo solamente para nosotros. Caminamos, caminamos, caminamos todo el día. Subimos, bajamos, tomamos una y otra curva, frenamos a descansar en algún banquito, usamos escaleras, dimos vueltas por ahí. Y Lisboa seguía siendo nuestra, vacía, silenciosa, tan antigua y tan romántica. Por momentos me recordaba a un lugar en el que nunca estuve pero al que siempre quise volver. 
Lisboa no puede ocultar su edad, es una de las ciudades más antiguas del mundo (es la más antigua de Europa Occidental) y toda su historia está impregnada en sus paredes. Algunos dicen que Lisboa es de origen griego, otros dicen que es de origen fenicio. Su nombre en latín era Ulyssippo y, según la mitología, los griegos se referían a ella como Olissipo, un nombre que derivaba de Ulises (a quien conocían como Odiseo), ya que creían que la ciudad había sido fundada por Ulises tras huir de Troya. Alrededor del siglo 2 AC el territorio pasó a formar parte de Lusitania, una provincia del Imperio Romano, y su nombre mutó a Felicitas Julia. Siglos más tarde (DC), durante las Invasiones Bárbaras, la ciudad fue ocupada por distintas tribus y, en el 585, recibió el nombre UlishbonaEn el 711 la ciudad fue ocupada por fuerzas árabes del norte de África y del Cercano Oriente, y esta es la parte de la historia que más me fascina, siento una gran atracción (inexplicable) hacia todo lo árabe (su arquitectura, su idioma, su caligrafía, su arte, su literatura, su comida, sus mercados, sus leyendas) y me encanta llegar a lugares donde puedo ver las huellas árabes que dejaron los hechos históricos.
Lisboa pasó a llamarse al-ʾIšbūnah. Los musulmanes construyeron mezquitas, casas y muros, el árabe se impuso como idioma oficial y el Islam como religión, aunque cristianos y judíos podían mantener sus creencias. Luego de este paréntesis árabe, la historia siguió. Lisboa sufrió invasiones vikingas, fue reconquistada por los católicos en 1147 durante las Cruzadas, se convirtió en capital de Portugal en 1255, vivió una guerra civil, fue el punto de partida de las expediciones portuguesas a América, fue un punto de comercio estratégico y puerto de esclavos, formó parte de la Monarquía Hispánica de Felipe II y obtuvo su independencia (junto con Portugal) en 1640. En 1755 un terremoto mató a entre 60.000 y 100.000 personas; tras el desastre, la ciudad fue reconstruida por el Marqués de Pombal, quien en vez de recuperar la ciudad medieval decidió destruir lo que había sobrevivido al terremoto y reconstruyó la ciudad siguiendo las normas urbanísticas de la época.
Caminar por lugares donde hay tanta historia concentrada me produce respeto y en esos momentos quisiera tener una máquina del tiempo para poder trasladarme a cada época y ver y entender cuáles eran los deseos, las pasiones, las vivencias, los sentimientos de la gente que caminaba por esas calles y habitaba ese espacio. Los días que vinieron, caminamos, tomamos el tranvía, comimos pastel de nata, dispare fotos sin pensarlas demasiado y sin darle importancia a lo técnico. Habíamos decidido quedarnos en Lisboa unos días más de los planeados, pero la lluvia no nos dejó hacer demasiado. Llovió dos días seguidos, llovió tanto que mis zapatillas eran piletas de natación, llovió tanto que se me mojó todo lo que llevaba en la mochila, llovió tanto que cambie de paraguas dos veces y además compramos otro, llovió tanto que no pudimos ver todo lo que queríamos ver. Y Lisboa nos despidió así, en ese estado lluvioso, gris, melancólico pero real. Real porque la lluvia fue algo que cayó, que existió, que pude sentir, y no algo que escuché en un noticiero o que vi en una foto. Fue la despedida adecuada de una ciudad que me ayudó a conectarme con otra época e historiaY ahora sé que hasta que no vuelva a visitarla seguiré teniendo saudade de ella. Pero no me queda otra que esperar, y eso es lo lindo de la vida analógica: que la espera también se disfruta.



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